El llanto de un recién
nacido despertó a las cocineras de la casa parroquial. Lo habían dejado
arropado dentro de una cesta junto a la puerta de la iglesia, justo entre la
noche de San Simón y la madrugada del día de San Narciso. El viejo que me
transmitió esta vivencia no quiso o no pudo decir en qué lugar exactamente fue
colocada la criatura; si fue en la puerta de la Iglesia o en la casa del padre
Carreño, — da igual — , dijo con cierto sarcasmo, porque lo que es del cura, va
para la Iglesia. Simón Narciso Jesús Rodríguez, Simón Carreño, Samuel Robinson,
Simón Rodríguez, en realidad después que el joven conoció su verdadero origen,
cualquier frase no sería más que una variante más del mismo estigma que quedó
para siempre asentado en su memoria desde la primera vez que estuvo frente al
documento.
En el acta de su matrimonio
está dicho: expósito de la Feligresía. ¿Qué más da Rodríguez que Carreño o Robinson?; un hijo de todos, un hijo de
nadie, un hijo de alguien, o un hijo de…, tal como le replicó a un portero del
Palacio de San Carlos cuando pretendió despreciarlo por el aspecto roído de su
indumentaria europea recordándole su origen incierto.
— “Póngale usted el
sustantivo que quiera”, — concluyó diciendo, como irónicamente solía contestar
cuando le preguntaban con el desdén propio de la malicia provinciana
obsesionada en aplacarle los aires de superioridad europea que en él
proyectaban las mentes colonizadas ante su lacónico verbo y profunda mirada.
Veintiocho años de
peregrino por Europa, no borraban su condición social, aunque la República lo
igualara constitucionalmente. Aquel Samuel Robinson de Jamaica y de Pensilvania
quien cruzara el Atlántico para llegar a París en los mismos días que Napoleón
conquistaba Egipto ya no podía huir más de aquel bebé abandonado desde la noche
de Simón hasta la madrugada de San Narciso.
El primer rasgo relevante
de la personalidad de Don Simón Rodríguez es su proveniencia de un sector de
la población privado de una serie de
privilegios reservados para quienes
pertenecen a la Sociedad a la cual él solo perteneció por su sangre y el color
de su piel. Un bastardo notable, un expósito que tuvo acceso a información de
mundos y realidades que otros de su clase jamás hubieran soñado. Esta es la
primera realidad que debemos conocer para comprender el sentido de la vida y
obra de este personaje: su condición de excluido. Su talento carecía de futuro
en la Caracas de 1795, cuando en octubre terminó el juicio en el Ayuntamiento
que cortara la relación pedagógica con Simón Bolívar, y sobre todo de su
psicoterapeuta, como veremos más adelante a través de los estudios realizados
por el doctor Moisés Feldman.
El segundo estigma es la
coletilla que lleva su nombre, “el Maestro del Libertador”. Esta condición de
ser alguien que estuvo vinculado a la hagiografía de Simón Bolívar[i] en un área tan relevante
como la educación se presta a toda clase
de exageraciones e incongruencias para reducirlo a esa condición de simple
maestro a Maestro de Bolívar. Cuando lo esencial de su genio es el de una vida
crítica a la sociedad de su tiempo.
Debemos entonces colocar en
la mira hermenéutica los posibles influjos de casi tres décadas viviendo en
medio de una tensión social a punto de estallar, la sociedad colonial
caraqueña. Otro tanto de su vida de peregrino por el tiempo y el espacio del
estallido de la revolución burguesa en el viejo mundo, y la última etapa de su
vida en las embrionarias repúblicas de nuestra América con su testimonio sobre
las Sociedades Americanas. Tres etapas para la vida de un filósofo que tuvo que
ser maestro para ganarse una vida peregrina por el mundo que le permitió
dimensionar la realidad como pocos pensadores de su tiempo. Más información
[i] Visión del
culto a Bolívar como santo, mas no como espíritu liberador de la consciencia
encubierto por la ideología o cultura de la dominación.